viernes, 25 de julio de 2025

Breve semblanza personal de Don Julio Irazusta

 


Por: Jorge C. BOHDZIEWICZ

Hace más de una década emprendí la tarea de compilar la bibliografía de don Julio Irazusta. Tarea ciertamente dificultosa porque sus artículos, alrededor de 600, aparecieron dispersos en numerosas publicaciones periódicas, algunas de muy difícil ubicación. Dificultosa pero necesaria, según estimamos entonces, para cualquier emprendimiento que se propusiese el estudio responsable y profundo de su trayectoria intelectual, su obra historiográfica o su pensamiento político.  Fue aquél un sencillo reconocimiento al maestro que me prodigó su amistad en sus años postreros. Tiempo después, a pedido de unos amigos de su Gualeguaychú natal, escribí una breve semblanza. Era el texto de una conferencia que formaría parte de una jornada de charlas en su homenaje con motivo de haber transcurrido veinticinco años de su fallecimiento. Confieso que debí vencer mis propios reparos para emprender su redacción. ¿Qué podría decir yo, el más modesto de sus discípulos y acaso el último de sus jóvenes amigos sobre una figura de la talla de Irazusta, don Julio, como lo llamábamos coloquialmente quienes tuvimos la suerte de disfrutar de su magisterio en animadas tertulias y numerosos encuentros, ocasionales o provocados, en mi caso a lo largo de casi una década que jamás podré olvidar? Si depuse los escrúpulos, fue bajo el estímulo de la sensación penosa de que sería una ingratitud de mi parte, en tanto amigo y deudor intelectual, no prestarme al justísimo homenaje a su querida memoria que aquellos jóvenes se habían propuesto. Homenaje que hoy se reitera junto con el debido a otros grandes intelectuales que honraron nuestras letras.

Comenzaré diciendo que muchos emocionados recuerdos se me agolparon cuando tracé las primeras líneas de esta breve semblanza. Se permitirá entonces que me aparte de las formas usuales en esta clase de rememoraciones. Haré, en cambio, una muy breve referencia a don Julio Irazusta únicamente a través de mis vivencias personales, que me involucran necesariamente como actor, descontando el conocimiento que seguramente tiene la audiencia sobre su obra y acaso también sobre su figura. El propósito es, pues, modesto. Dicho de otra manera: quiero deja aquí un breve, sencillo y entrañable testimonio, centrado más en la dimensión humana del personaje y la extraordinaria influencia que ejerció sobre mí, que en su fantástica obra como crítico literario, historiador, pensador y político. Sobre las profundidades de estas vertientes de su inagotable intelecto se han ocupado con pulso firme y encomiable versación Enrique Zuleta, Mario Guillermo Saraví, Jorge Comadrán Ruiz y Enrique Díaz Araujo. Más recientemente lo ha hecho Juan Fernando Segovia en un hermoso libro, riguroso y preciso. Ello me exime de la nada original tarea de repetir lo que esos amigos han divulgado con acierto.   Cuando conocí a don Julio, ya había leído parte importante de su vasta obra. Lo vi por primera vez en ocasión de su incorporación a la Academia Nacional de la Historia, cuando esta institución desarrollaba sus actividades en el Museo Mitre. Recuerdo la impresión que me produjo su figura corpulenta y su talante señorial, su rostro sereno y su voz de tono bajo y apacible. Jamás pensé que al poco tiempo quedaría ligado a su persona con lazos de amistad tan profundos; jamás pensé que ese hombre marcaría para siempre mis predilecciones literarias y confirmaría mi vocación por la historia patria y mi orientación política. Recuerdo también, a modo de confesión tardía, mi desconcierto ante su discurso de recepción: De la crítica literaria a la Historia a través de la política. Esperaba, como la mayoría de los jóvenes rosistas que acudimos a esa cita, un alegato reivindicativo de la figura a la que le había consagrado varias décadas de lecturas infatigables y meditaciones profundas en el seno mismo donde la falsificación de nuestro pasado había adquirido formulación canónica. No fue así. Mas no tardé mucho en advertir que lo que nos había obsequiado en esa ocasión, sin que yo lo advirtiera, era la síntesis más preciosa que jamás haya leído sobre el itinerario intelectual de un humanista de raza, auténtico y casi sin parangón en nuestro medio.   Permítaseme que evoque brevemente ese itinerario que comenzó, según él mismo nos lo cuenta, con el estudio crítico de poetas, novelistas y ensayistas franceses, ingleses y argentinos. Sin abandonar nunca su lectura, pero consciente de la necesidad de ensanchar las bases filosóficas de su formación, don Julio pronto orientó sus afanes hacia los clásicos de todos los tiempos, pero muy especialmente a los filósofos políticos denominados “reaccionarios”, como Burke, Rivarol, De Maistre, Maurras y tantos otros que dejaron un sedimento perceptible en su propia teoría política, sin mengua de su concepción, que fue original.    Y sin solución de continuidad, antes bien, de modo simultáneo y a uno con la praxis política, don Julio se consagró al estudio sistemático del pasado argentino para dar respuesta a los interrogantes que con insistencia le planteaban el presente y el porvenir de su Patria, que parecía resistirse en su clase dirigente a emprender el camino de la grandeza, perdida en la aciaga jornada de Caseros. Es así que se convirtió, según expresión con que subtituló sus Memorias, en un “historiador a la fuerza”. La clave del acierto con que emprendió sus trabajos encuentra su explicación tanto en su inteligencia privilegiada y en su cultura general incomparable, como en la aplicación de las categorías filosóficas del realismo político al examen del pasado. Recuerdo aquí un consejo suyo que utilizó para sí como guía para su formación autodidacta: compensar una cultura general, la mayor posible, con el estudio erudito de un tema hasta tocar sus profundidades. Así evitaba los riesgos de la falta de una perspectiva abarcadora tanto como la tendencia a la dispersión.

 Y permítaseme decir aquí algo, muy poco, en relación con su obra como historiador. Sabido es que el camino de la investigación histórica parte del análisis de las fuentes para recrear los hechos y dirigirse, en sus mejores cultores, a la síntesis interpretativa, que es la culminación de su quehacer. Sin embargo, creo advertir que don Julio recorrió, al ocuparse de Rosas, un camino curiosamente inverso, inusual y, por lo mismo, asombroso. En 1935, cuando contaba con apenas 36 años, edad en la que en la mayoría se presenta lejana aún la madurez intelectual, don Julio publicó su Ensayo sobre Rosas en el centenario de la suma del poder, obra que parece culminar la parábola de un historiador y no comenzarla. Pero fue exactamente al revés. El lector podrá encontrar en esa obra, en acto o en potencia, perfectamente definidas o apenas insinuadas, en admirable síntesis, todas las ideas sobre el significado de la dictadura de Rosas en la historia argentina a la luz de la historia universal, que es la que le da inteligibilidad y sentido profundo al fenómeno. Síntesis que tendrá años después su despliegue analítico y comprobación fáctica en su Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia. Obra erudita hasta lo inverosímil y modelo de historia política en su sentido más cabal, cuyo primer volumen apareció seis años más tarde, en 1941, y completa treinta años después, en 1970.

 Vuelvo a las evocaciones. Fue en aquel mismo recinto, la Academia Nacional de la Historia, trasladado al cabo de poco tiempo a la calle Balcarce, que entablé con don Julio mi primer diálogo, en oportunidad de habérseme adjudicado una distinción insignificante, creo que en 1973. Fue para mí la “ocasión dorada”, según expresión que le era muy propia y tomo prestada. Y claro que no la desaproveché: temeritas est florentis aetatis, dice Cicerón. Después le escribí algunas cartas -eran consultas puntuales sobre temas históricos- que nunca dejó de responder. Y enseguida vinieron los primeros encuentros.

Era yo muy joven entonces y, como tal, desbordaba de proyectos, entre ellos el de editar una revista de historia que concebía como expresión de un revisionismo de riguroso carácter científico, pero combativo a la vez. Nada que ver con la actual caricatura de ese movimiento intelectual, alentada desde el poder político. Dios quiso que pudiera concretar ese proyecto y en su número primero aparecieron dos trabajos de don Julio que le pedí especialmente: un ensayo crítico sobre Los “Apuntes” de Antonio Cuyás y Sam-pere y una extensa reseña sobre un autor de origen hebreo que tuvo la tentación de ocuparse del revisionismo histórico con escaso bagaje informativo y abundantes prejuicios ideológicos, propios de los historiadores autodenominados “progresistas” cada vez que abordan alguna expresión del Nacionalismo argentino, por supuesto que para descalificarlo. Tarea ardua le resultó -me consta- descifrar el estilo arrevesado del autor, quien finalmente quedó demolido por los razonamientos de nuestro maestro, cuya capacidad como polemista implacable pero de formas siempre amables y urbanas brilló en esas páginas no menos que en las que se ocupó de Ricardo Rojas o Ernesto Celesia.

 No pasó mucho tiempo desde aquel mi estreno como director de la revista, que se llamaba Historiografía entonces y luego Historiografía Rioplatense, cuando decidí darle personería jurídica al Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny” luego del fallecimiento del Padre Guillermo Furlong, bajo cuya inspiración lo habíamos fundado de hecho en 1970. Instituto que aún sobrevive con el auxilio de la Divina Providencia y pese a los embates del izquierdismo, adueñado imperativamente de todos los resortes financieros en el ámbito de la ciencia y de la cultura. Don Julio fue su Presidente Honorario hasta su fallecimiento.

 Para entonces nuestra amistad se había estrechado más y más, sin que pesara sobre ella la diferencia de edades. Contaba don Julio entonces con 76 años pletóricos de amplísimos e insondables conocimientos, 76 años adornados con su bondad natural, carácter sereno e imperturbable jovialidad. Es cierto que nos separaban algo más que cuatro décadas. Sin embargo, jamás puso una mínima distancia en el trato, que yo sintiera, ni pronunció una expresión que insinuara el abismo que existía entre su sabiduría y mi insignificancia. Don Julio sabía conversar animadamente con adolescentes y viejos, con gentes de refinada cultura y con gentes del común, que no la tenían. Y a todos escuchaba. Y a todos tenía siempre algo que decir sobre los motivos o intereses que los convocaban al diálogo. Y con todos derramaba generosamente su amistad, sabiendo adecuar la elegancia de su lenguaje oral, que era sencillo y exquisito, a la calidad del interlocutor ocasional.

 Con el correr de los años, mis encuentros con don Julio se hicieron cada vez más frecuentes. En la sede del Instituto conversábamos casi todos los días, de lunes a viernes. Y en una agradabilísima e interminable tertulia, en un sitio al que llamábamos el “campito”, ubicado en el entrecruce de dos ramales ferroviarios, en Palermo, todos los días sábados, salvo muy mal tiempo, y a veces con tiempo muy malo también. El “campito”, un pequeño lote con varias parrillas, una cancha de fútbol, buena arboleda y un edificio de construcción precaria, se me presenta hoy inseparable de la figura de don Julio. Allí se reunían -nos reuníamos- convocados por mi compadre Félix Fares y por Augusto Giménez, la mayoría de las inteligencias que expresaban a mi entender, en sus diversos matices y en esos tiempos -hablo de la década del setenta-, el pensamiento nacionalista. Recuerdo a Ernesto Palacio, entrañable amigo de don Julio, a Juan Pablo Oliver, a Jaime María de Mahieu, al Padre Raúl Sánchez Abelenda, a Jaime Gálvez, a Emilio Samyn Ducó, a Ricardo Curutchet y a tantos otros nombres que la memoria me traerá cuando me proponga exprimirla. Allí conocí a poetas como Calvetti y a editores como Taladriz. También a muchos viejos militantes de la Unión Republicana, partido que don Julio había fundado con su hermano Rodolfo para darle batalla al régimen. Allí se generaban largas y animadas charlas y algunas polémicas. Jamás una disputa agria porque el clima de los encuentros era tolerante y jocoso. No había espacio para el malhumor ni para las solemnidades. ¡Qué señores eran aquellos! Cualquier tema en el que intervenía don Julio, así fuese el más doméstico o trivial imaginable, alcanzaba con sus razonamientos alturas insospechables. Era asombroso y un deleite para el espíritu escuchar con qué facilidad se elevaba de la anécdota a la categoría, o verlo emprender el camino inverso.

 Incontable era la cantidad y calidad de ideas, relatos y anécdotas que se sucedían a lo largo de las 8 horas, no menos que 8 y a veces bastante más, que duraban esos encuentros. Ideas, relatos y anécdotas que encendía y potenciaba el buen vino, presentado con generosidad y trasegado con abundancia.

 Como podrán imaginarse, mi papel en esa tertulia de “grandes” no excedía el de un simple pero atento oyente. A veces, una tímida pregunta era todo mi aporte al lucimiento de los comensales. Mi interés era oír y aprender. Las respuestas de don Julio sin proponérselo eran todas lecciones magistrales, expresadas con naturalidad, sin el menor asomo de afectación. Podían comenzar con una referencia a Jenofonte o con la cita de una pasaje de La Eneida en latín, para transitar luego siglos y naciones en admirables comparaciones -don Julio manejaba la historia comparativa como nadie, valido de su memoria deslumbrante y de su capacidad asociativa- y concluir con una jocosa anécdota pueblerina, como la de aquel accidente que le pasó al vasco Iturbide durante una travesía, que no contaré. ¡Qué maravilloso buen decir tenía don Julio cuando narraba las cosas más sencillas! A propósito de La Eneida, recuerdo su cita, tomada del libro quinto, en el que Virgilio describe la competencia en que los rezagados en una regata terminan ganando: possunt quia posse videntur. Cita cargada de un significado inequívoco sobre el valor de la fe y la voluntad puestas tras un objetivo; cita que, cambiando los tiempos verbales para acercamos más a la idea que quería transmitir, se traduciría así: “pudieron porque creyeron poder”.

 En el “campito”, ese ámbito materialmente rústico y precario pero humanamente jerárquico y señorial, estaba instalada, lo mismo que en nuestro Instituto, la cátedra informal donde pude dar forma, rectificar y completar algo de la deficiente educación recibida en una Universidad estragada ya por el sectarismo ideológico y el apego a las modas, que revela siempre debilidad de espíritu. La cátedra que la Providencia me ofreció durante los años que evoco fue muy superior a las que conocí porque, entre muchas otras cosas, estaba abierta al conocimiento y debate de autores desterrados o deliberadamente ignorados por la “inteligencia” universitaria reformista.

En el Instituto, en su pequeño departamento de la calle Chile y algunas veces en mi casa, la situación era distinta. Sin rivales, y depuestas las timideces iniciales, solía acosarlo con infinidad de demandas intelectuales y algún que otro atrevimiento. Tan generoso y benevolente era don Julio, que en una oportunidad me entregó los manuscritos de La política, cenicienta del espíritu para que se los comentara y le hiciera las acotaciones críticas que estimara convenientes. Comprenderán Ustedes que huí despavorido de semejante compromiso, completamente desproporcionado para mis modestos conocimientos de entonces. Claro que lo hice sin dejar de agradecer su nobilísima oferta, cuyo discreto sentido comprendí después. Pero así era él, no sólo conmigo, aclaro, porque no puedo decir que me distinguió especialmente, sino con todos los que tuvimos la fortuna de gozar de su proximidad y de su amistad.

Cuento que una vez sí me atreví a corregirle los manuscritos de un ensayo sobre Ramos Mejía que le había pedido para otro número de la revista. Claro que esas correcciones, que recuerdo avergonzado por llamarlas así, eran sólo sobre letras mal tipeadas u omisiones de palabras pensadas pero no escritas. Es que don Julio había redactado ese ensayo poco menos que de memoria, prácticamente ciego por las cataratas. Un hecho verdaderamente prodigioso. Guardo con celo ese tesoro entre mis papeles.

 Por supuesto, conocí Las Casuarinas, que visité en cuatro oportunidades por lo menos. Conservo intacta la imagen de la vieja casona rodeada de una frondosa arboleda y el infernal ruido de las cotorras. También de las noches apacibles en que solíamos conversar iluminados por el sol de noche, pero más por el destello inagotable y amistoso de su sabiduría. Poco importaba la comida, a veces incomible, que preparaba Rasputín, nombre que le dio la querida negra Barel a un pintoresco criado, medio “falto”, según decía con acierto y gracia.

 Tengo presente asimismo el escritorio y la gran mesa que lo acompañaba en la habitación en que tenía instalada su biblioteca. Había allí un caos fenomenal de papeles del cual emergían sus famosas carpetas, que fueron más de quinientas: un verdadero cosmos hecho de recortes y anotaciones manuscritas hilvanados y ordenados por su inteligencia. Supongo que quienes lo han conocido sabrán, porque él mismo lo contó muchas veces, que compraba tres ejemplares de cada uno de los libros que le interesaban: dos para recortar y pegar, y uno para conservar anotado. Alguna vez tuve esas capetas en mis manos, en el Instituto, donde las había depositado en tránsito porque allí había fijado su lugar de trabajo en sus años postreros, cuando el CONICET, conducido entonces por gente patriota, proba y abierta a la inteligencia, reconoció sus méritos, lo contrató y le permitió completar sus últimos trabajos. Uno de ellos, La curva ascendente de la economía argentina, permanece inédito y a la espera de su oportunidad editorial.

 En Las Casuarinas tuve también ocasión de recorrer asombrado sus Cuadernos de Notas, como había titulado a una serie de volúmenes manuscritos, bien encuadernados, donde había volcado los comentarios suscitados por los clásicos que había estudiado entre 1923 y 1927 (repárese que don Julio nació en 1899). Sus hojas atesoraban, en agraz y a la espera de su madurado desarrollo, numerosos artículos y libros. Uno de ellos, se recordará, fue su Tito Livio, editado en 1951, que nació de las anotaciones de esos Cuadernos. Pienso que de no haber acudido a otros intereses y reclamos superiores, habrían surgido de sus páginas muchos ensayos deliciosos, similares a los que dedicó al historiador romano, a Burke y a Rivarol.

A principios de 1982 la salud de don Julio había declinado sensiblemente. Dejó entonces su residencia porteña y se instaló en una casa de la calle Palma, en la ciudad de Gualeguaychú. A principios de abril supe de su empeoramiento. No vacilé. Emprendí viaje ante el presentimiento de un pronto desenlace. Quería darle la despedida a mi maestro. Recuerdo que entré en la habitación en la que se hallaba postrado y le hice algún chiste gracioso que respondió con otro. Apenas si pude disimular las lágrimas que brotaban del fondo de mi alma. Llevaba un encargo de sus amigos: las páginas manuscritas del prólogo para una segunda edición de Perón y la crisis argentina que aquellos deseaban reeditar. Se las alcancé. No las leyó. No las podía leer, ni era necesario. Me contestó que no deseaba que el libro se publicara porque podía, en esos momentos, contribuir a dividir la opinión de los argentinos. Valga la anécdota postrera para demostrar su extraordinaria grandeza de espíritu, porque en esos precisos momentos -no haría falta que lo recuerde- nuestros fuerzas armadas estaban dando batalla en tierras malvinenses. Argentina había desafiado a un imperio, recuperado lo que le pertenecía en derecho y se le negaba hasta la humillación y le había hundido al enemigo la mitad de su flota, dando sus solados un ejemplo que la posteridad -me refiero a la Nación entera y no a un puñado de patriotas memoriosos- sabrá recoger y valorar debidamente cuando otros vientos soplen, lo suficientemente fuertes para arrasar con una dirigencia política como la que padecemos hoy, profundamente corrupta y antipatriótica

          Don Julio cerró los ojos antes de aquel fatídico 14 de junio, soñando con el triunfo sobre el usurpador británico. Con ese bello sueño entregó su alma al Creador un argentino de excepción, un 5 de mayo, en Gualeguaychú, la tierra natal que tanto amó.

 Un accidente en mi salud impidió que pudiera leer la conferencia preparada para la ocasión. De todos modos, a instancias de un colega, su texto se publicó de modo fragmentario en la revista Cabildo 2, y completo en Gladius 3. Ahora lo publico nuevamente, en este volumen, con algunas pocas quitas y agregados que no alteran en nada sustancial el texto original.

 Recuerdo que en 1975 le propuse a Julio Irazusta la reedición de su Urquiza y el pronunciamiento, libro por entonces difícil de hallarTambién recuerdo que me propuso incluirle un prólogo motivado por el hecho de que muchos colegas amigos, según me dijo, le habían señalado que se había mostrado demasiado benevolente con la figura de quien, al fin y al cabo, era responsable de la mayor apostasía que había sufrido la Patria. Ningún inconveniente significaba incluir unas pocas páginas más. Antes bien, fueron oportunas toda vez que contribuyeron a disipar alguna perplejidad en el lector poco atento.

Hoy esa edición, que apareció con una pequeña variante en el título, ha desaparecido de las librerías, lo mismo que la que editó años después Dictio, que incluyó el prólogo. Por eso estimo muy oportuna esta nueva edición encarada por el director de la Biblioteca Testimonial del Bicentenario. Y un verdadero acierto incluir en el volumen otros cuatro trabajos de Julio Irazusta -dos ensayos y dos críticas bibliográficas- prácticamente desconocidos, escritos todos a instancias del firmante de esta noticia.

 Tal vez interese conocer las circunstancias en que fueron concebidos. En 1974, a poco de graduarme en la Universidad de Buenos Aires, pude realizar un proyecto soñado en mi época de estudiante: editar una revista de historia de orientación revisionista y de riguroso carácter científico. Así nació Historiografía, como órgano de un inexistente Instituto de Estudios Historiográficos. Puesto a la tarea de reunir material para el primer número, era lógico que apelara a quien era, sin dudas, al historiador de mayor enjundia dentro de la corriente revisionista.   

 

Notas:

1  Bibliografía del académico de número Dr. Julio Irazusta, en Boletín de la Academia Nacional de la Historia, v. LXI, Buenos Aires, 1988, p. 477-529. 

2  Homenaje a Julio Irazusta en Gualeguaychú, en Cabildo, n. 65 (tercera época), Buenos Aires, 2007, p. 19-21. 

3  Semblanza personal de Don Julio Irazusta a los 25 años de su fallecimiento, en Gladius, n. 69, Buenos Aires, 2007, p. 193-200.

 

 

sábado, 28 de junio de 2025

Doctora Andrea Greco: “El Imperio español fue el único que no hizo un genocidio en la Edad Moderna”

 


Por: Javier Navascués

Andrea Carina Greco de Álvarez: Doctora en Historia y Profesora de nivel medio y superior en Historia, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo. Recibió la medalla de oro al mejor promedio en historia otorgada por la Academia Nacional de la Historia. Es mamá de ocho hijos y abuela de once nietos. Desarrolla una labor docente a la par que como investigadora. Autora de varios libros de contenido académico sobre la historia y también de libros de historia para niños.

¿Cómo decidió involucrarse en esta Diplomatura sobre Hispanidad y qué importancia tiene?

Me involucré en la Diplomatura por invitación del Coronel Mayor Gabriel Camilli y del Dr. Alberto Mansilla. No lo dudé ni un segundo porque desde hace muchos años, en rigor desde el inicio de mi carrera docente, he procurado transmitir los enormes valores de la cultura hispánica y cómo esos valores forjaron un Nuevo Mundo cuando en Europa todo lo que había significado la Cristiandad se empezaba a desmoronar y resquebrajar.

Siempre he creído que es indispensable que los pueblos nacidos del tronco español seamos conscientes de formar un bloque cultural, que ha sido una de las obras más grandiosas de la humanidad y que estemos orgullosos de pertenecer a una cultura tan grande, tan generosa, tan pródiga en obras magníficas.

¿Por qué un ideal tan grande como la Hispanidad merecía al menos Diplomatura académica?

Porque los frutos culturales de la Hispanidad deben seguir siendo estudiados y profundizados. Creo que es más lo que desconocemos que lo que conocemos. Por ejemplo, un gran músico, compositor de la música de las misiones guaraní-jesuíticas, Doménico Zipoli, fue descubierto recién a mediados del siglo XX. Zipoli, junto al historiador Pedro Lozano, los misioneros Nussdorfer, Asperger y Lizardi y los arquitectos Primoli y Bianchi, realizaron la travesía de tres meses para trabajar en las ya célebres Reducciones Jesuíticas del Paraguay. En julio de 1717 llegó a Buenos Aires y en agosto se estableció en el Convento de los Jesuitas de Córdoba donde continuó sus estudios teológicos, y compuso música que luego se enviaba por medio de emisarios, a los 30 pueblos que formaban parte de las Reducciones.

En los breves ocho años y cinco meses de actividad en las Reducciones Jesuíticas, Zipoli compuso una enorme cantidad de música, que hasta hace poco tiempo era desconocida. Recién en 1959 el musicólogo norteamericano Robert Stevenson halló, en Sucre, Bolivia copias de su Misa en Fa y sobre todo en el año 1972, el arquitecto suizo Hans Roth descubrió más de 10.000 manuscritos en la Reducción de Chiquitos, Bolivia, hallazgo considerado como el de mayor trascendencia para la musicología de Hispanoamérica, en las últimas décadas. Entre estos manuscritos se encuentran numerosas Misas, Motetes, Himnos y piezas para órgano. En el otoño de 1725 Zipoli enfermó de tuberculosis, por lo que fue trasladado a la Estancia Santa Catalina, lugar de reposo de los padres jesuitas, a 50 kilómetros de Córdoba, donde falleció el 2 de enero de 1726 a la edad de 38 años. Recibió el orden sacerdotal y fue sepultado en el cementerio de Santa Catalina. Este es solamente un pequeñísimo ejemplo de la grandeza de ese mundo hispánico en el corazón de América del Sur.

¿Puede poner algún otro ejemplo en el que se irradie esta riqueza?

Ejemplos como ese hay muchos más. En el siglo XVII en Chuquisaca existían 4 compañías teatrales que tenían la obligación de producir 4 obras teatrales por año. O sea 16 obras en esa sola ciudad. Cantidad similar a la de Toledo o Madrid para la misma época. Se entiende la grandeza de esa cultura que en el corazón, en la entraña misma de América producía mucha más cultura de lo que hoy sucede en la mayoría de las ciudades. En medio de la selva de Junín la Biblioteca del Convento de Santa Rosa de Ocopa tenía en el siglo XVIII 25000 ejemplares. Hasta el día de hoy es una de las bibliotecas más importantes del Perú, en la que uno de los libros más antiguos está fechado en 1480. Las primeras imprentas llegaron a América para producir libros que permitieran difundir y expandir la cultura. Todo esto que es enorme, grandioso y por muchos, desconocido y por eso debe ser estudiado.

¿Cómo una buena formación en Hispanidad puede servir para refutar el indigenismo y la Leyenda Negra?

Lauro Ayestarán (uno de los especialistas en el músico Doménico Zipoli) nos recuerda lo que escribía Gustave Cohen en La grande clarté du Moyen-Age: “Las tinieblas de la Edad Media no son sino las de nuestra ignorancia”… “Creo que algo parecido acontece con las tinieblas culturales de la América del sur durante la dominación hispánica” (Ayestarán, Lauro, Doménico Zipoli y el barroco musical sudamericano). O sea que si vemos el pasado hispánico como un tiempo oscuro es por la oscuridad de nuestra ignorancia y no porque realmente lo haya sido.

Pocos años antes de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América el Dr. Antonio Caponnetto (uno de los catedráticos de esta Diplomatura) escribió un enjundioso estudio que tituló Hispanidad y Leyendas Negras; La Teología de la Liberación y la Historia de América ( cuando muy pocos hablaban de este tema). En aquel trabajo se ponían al descubierto los errores históricos de la Teología de la Liberación; las Leyendas negras, así en plural pues el autor se refiere allí a las leyendas lascasiana, liberal y marxista; y las diversas falacias indigenistas. Finalmente, el profesor Caponnetto desplegaba en el último capítulo: Hispanidad sin Leyendas Negras, una genial síntesis de los mayores logros de la Hispanidad. Es que para combatir las leyendas negras no hay otro camino que no sea el de la verdad. Este es un libro imprescindible que hay que leer o releer.

La mejor manera de acabar con la leyenda negra es conocer la verdad histórica. Hace un tiempo el periodista español Eulogio López hablando del libro Nada por lo que pedir perdón del argentino Marcelo Gullo, escribía que no existe la raza anglo-india, ni la raza franco-magrebí, ni la raza flamenco-indonesia, pero sí existe la raza hispana, mezcla de unos conquistadores que tenían sobre sí a una reina católica, Isabel I de Castilla, que les exigía tratar a los indios como hijos de Dios. Nada por lo que pedir perdón habla de la acusación de genocidio contra España. Contrariamente a la difundida y bien pagada leyenda, fue el imperio español el único que no hizo genocidio en la Edad Moderna. Pareciera que los hispanos no somos conscientes de esto, a pesar de tener ante nuestros propios ojos el color de la piel que lo atestigua. Porque el imperio español fue un crisol de razas y de culturas por eso la riqueza y la diversidad hispánica es tan enorme y vale la pena conocerla.

También vale la pena conocer los intereses que se mueven detrás de la leyenda negra. Don Ignacio Tejerina Carreras, un gran hispanista argentino, cordobés, decía que América es un continente que ha nacido de la polémica, porque todo el proceso que empezó hace más de 530 años ha tenido distintas interpretaciones y se ha llegado mucho más a discutirlo que a comprenderlo. Detrás de todas esas discusiones hubo intereses muy concretos y reales que se beneficiaban del desprestigio de España y la obra de la hispanidad. Más contemporáneamente, en el siglo XX hacia los años 80 se produjo una gran resistencia cuando se formaron en los países iberoamericanos y en la propia España las comisiones nacionales de homenaje y recuerdo al V Centenario del descubrimiento de América.

Por esa época algunos dirigentes políticos o movimientos sociales se pronunciaron en contra de la celebración y tomaron como bandera de lucha todos los cuestionamientos a la implantación española en nuestro continente, planteamientos elaborados a través de los siglos en lo que se dio a llamar la Leyenda Negra. Esa tenaz campaña ha servido a muchos fines diferentes, a veces opuestos y contradictorios. Sirvió secularmente a los enemigos y competidores europeos de España como Inglaterra, Francia y Holanda entre otros, y contra muchos americanos que apoyaron indiferenciadamente propuestas indigenistas muchas de ellas grandemente justificadas y otras llenas de un larvado sentimiento antagónico y un odio hacia España y hacia lo criollo. Por eso es que todos aquellos que reflexionamos sobre la temática de la conquista y la colonización, nos preguntamos ¿qué beneficios ha aportado a la unidad, cooperación, entendimiento, estabilidad y mejoramiento de o Iberoamérica la campaña contracelebratoria del 12 de octubre? Consideramos con pruebas más que suficientes que una campaña de ese tipo no solamente no ha aportado nada, sólo ha engendrado división, lucha y marginación. Pero además esa campaña no hunde el bisturí en la realidad de lo que somos, pues a través de la asunción de nuestros padres y de nuestro origen podremos gozar de los beneficios que nos otorga la hermandad y aclaro, no hermandad en la desgracia, sino hermandad de sangre, biológica, cultural, heredada que nos viene desde hace más de 5 siglos a través de la historia común.

¿Qué supone para usted ser la directora académica de la diplomatura junto con el Dr. Alberto Pascual Mansilla?

Por un lado, es un honor, un desafío y una gran alegría. Es un honor porque entre tantas personas posibles, entre tantos catedráticos me lo propusieran a mí es algo que me honra y que agradezco. Es un desafío porque supone poder transmitir todos estos valores y conocimientos de un modo profundo, efectivo y convincente. Y también una alegría porque hace muchos años, creo que por el año 2012 o 2013 yo convoqué a Alberto Mansilla a dar clases en un profesorado en Historia que yo dirigía en aquel momento en una pequeña ciudad de la provincia de Mendoza en la Argentina, San Rafael, ciudad en la que vivo. Con generosidad Alberto aceptó y me acompañó en la empresa aunque había que resolver los problemas de la distancia, del tiempo, de los pasajes y demás. No era aún tan sencillo, como lo es hoy, poder comunicarse de manera virtual, sin embargo, pudimos solucionarlo y llevarlo a cabo. Hoy que es mucho más sencillo para docentes y alumnos que nos interesa el tema poder reunirnos es realmente una alegría poder hacerlo.

¿Cómo fue el proceso de selección de los diferentes módulos?

Primero se seleccionaron los profesores y catedráticos coordinadores de cada módulo y luego a partir de las propuestas de los que se iban sumando al cuerpo docente se fueron convocando a otros catedráticos que podían hacer grandes aportes a la temática desde los diferentes campos que abarca. Desde lo histórico, lo político, lo cultural, lo geográfico, lo económico y lo tecnológico. Consideramos que por ello ha resultado una propuesta amplia que puede ser de provecho para personas con diferentes oficios, profesiones o intereses diversos. La idea de terminar la Diplomatura con una propuesta de acción comunitaria o de investigación socio-cultural significa que los módulos y los docentes irán colaborando en la tarea de darle a los cursantes los insumos necesarios para que, cada uno desde sus propios intereses, puedan elaborar proyectos de intervención que fomenten la integración, promuevan la cultura iberoamericana, difundan el orgullo y/o reconozcan y valoren la herencia común.

¿Estudian implementar nuevos módulos en el futuro?

Por supuesto, la herencia y las obras de la hispanidad son tan grandes que sería necesario dedicar un módulo a la música, otro a la arquitectura, la escultura y la pintura, a las danzas y costumbres tradicionales, a la literatura de cada uno de los países de Iberoamérica, y un enorme etcétera. Varios de estos temas podrán ir siendo abordados desde Conferencias complementarias o en las Jornadas de la Hispanidad. Pero claramente, no se descarta en el futuro, la posibilidad de incorporar nuevos módulos.

¿Qué nos puede decir del elenco de profesores seleccionado?

Los docentes (desde diversos lugares de la Hispanidad) son todos profesionales con importantes trayectorias en Universidades públicas y privadas de distintos países de España e Iberoamérica. Tenemos un elenco docente encabezado por doctores, ingenieros licenciados y profesores de gran prestigio con largas trayectorias docentes. Los nombres del Cnel.Mayor Gabriel Camilli, Rafael Breide Obeid, Antonio Caponnetto, Sergio Castaño, Sebastián Sánchez, Elena Calderón de Cuervo, Mariana Calderón de Puelles, Liliana Pinciroli de Caratti, José Luis Orella, Alberto Mansilla, Paulo La Roca, Enrique Ravello Barber, Sergio Tapia, Lorenzo Carrasco, Guillermo Rocafort, Luis Roldán, Facundo Casasola, Daniel Acuña, Mariano Villegas, Diana Ceballos, Héctor Giuliano y Román Fellippelli, nos remiten a los trabajos e investigaciones que cada uno de ellos ha desarrollado en temáticas vinculadas a la Hispanidad. Todos los profesores que integran el cuerpo docente de la carrera se inscriben en corrientes de pensamiento que valoran la tradición hispánica y su legado en América. Sus obras (libros, artículos, conferencias) abordan temas como la identidad hispanoamericana, la historia de la Iglesia en América, la filosofía política hispánica y la relación entre España y América.

¿Qué importancia tienen para la Hispanidad el pensamiento de Zacarías de Vizcarra, Ramiro de Maeztu y Leopoldo Lugones?

El Padre Zacarías de Vizcarra (1879-1963) es un adalid de la Hispanidad. Fue un sacerdote vasco que vivió durante varios años en la Argentina. Fue él quien acuñó el término en 1926, en el artículo «La Hispanidad y su verbo» publicado en Buenos Aires cuando estaba al frente de la Basílica del Sagrado Corazón. Monseñor Vizcarra (ya que luego fue Obispo de Ereso) Hispanidad, continuaba el obispo, «significa, en primer, lugar, el conjunto de todos los pueblos de cultura y origen hispánico diseminados por Europa, América, África y Oceanía» y «expresa, en segundo lugar, el conjunto de cualidades que distinguen del resto de las naciones del mundo a los pueblos de estirpe y cultura hispánica». En un libro llamado Vocación de América, por ejemplo, tiene un capítulo dedicado a Santiago Apóstol, el Padre y Fundador de la Iglesia que se extendió por todo el Nuevo Mundo, por corresponder a su herencia espiritual las frondosas ramas del árbol plantado por el apóstol en la Península Ibérica.

Santiago es el Padre en la fe de la Iglesia ibérica por eso América es una parte integrante de la gran rama de la Iglesia Católica que es la Iglesia Jacobea (hija de la predicación de Santiago) extendida por todo el hemisferio occidental. Santiago predicó la fe en España y luego de su temprana muerte, continuó creciendo la semilla que él había plantado allí y él continuó asistiendo e inspirando a sus sucesores en cada época de la historia, adoptando para ello los medios que reclamaban las circunstancias. Los cronistas de América dan cuenta con pruebas patentes de la devoción que profesaban hacia el Apóstol Santiago los pobladores del nuevo mundo, tanto los blancos como los indígenas. Consta en esas historias la solemnidad, pompa y regocijos populares con los que se celebraba su fiesta en América. El P. Zacarías Vizcarra nos dice que hoy nos queda como prueba de la amplitud y arraigo de esta devoción la larga lista de poblaciones, ríos y montes que llevan su nombre. El sacerdote español menciona, en un rápido repaso, más de 150 lugares entre los que figuran los nombres de ciudades tan conocidas e importantes como Santiago de Chile, Santiago de Cuba, Santiago del Estero, Santiago de Caracas…

Ramiro de Maeztu (1874-1936) fue un destacado ensayista, novelista, poeta, crítico literario, teórico político español y diplomático español. Llegó a la Argentina como embajador de España en 1928 y aunque sólo permaneció aquí dos años, hasta 1930 fue en esa época en la que producto del encuentro con Zacarías de Vizcarra, que significó un punto de inflexión en su vida, y la convergencia con los discípulos de Leopoldo Lugones contribuyeron a la evolución de su pensamiento a lo largo de su vida. Inicialmente, había mostrado afinidad por el pensamiento de Nietzsche y el darwinismo social. Pero más tarde, se convirtió en un defensor de la tradición católica y de la Hispanidad, que promovía la valoración del legado cultural y espiritual de España en América Latina. Como miembro de la Generación del 98, participó de las reflexiones sobre la identidad de España tras la pérdida de sus últimos dominios de ultramar en 1898 (Cuba y Filipinas).

El argentino cordobés Leopoldo Lugones (1874-1938), fue una figura central de la literatura argentina, que también participó en los debates sobre la hispanidad, aunque su enfoque y evolución fueron particulares. Lugones experimentó una notable transformación ideológica a lo largo de su vida. Comenzó con ideas socialistas y evolucionó hacia posturas nacionalistas y conservadoras. Esta evolución lo llevó a valorar cada vez más la herencia hispánica en América. En su etapa final, Lugones defendió los valores tradicionales y la importancia del legado español en la cultura argentina.

Esa evolución tenía muchos puntos de contacto con la del propio Ramiro de Maeztu, lo que probablemente hizo que se influyeran mutuamente. Lugones llegó entonces a considerar que la herencia hispánica era un elemento fundamental de la identidad nacional. La Argentina de principios del siglo XX era un crisol de culturas, con una fuerte inmigración europea. En este contexto, la cuestión de la identidad nacional y la relación con España eran temas de debate. Lugones, como muchos intelectuales de la época, buscó definir la identidad argentina en relación con su pasado hispánico. De igual modo que los hombres de la generación del 98 buscaron respuestas al problema de la identidad también Lugones y todo su entorno intelectual buscaban las raíces de la identidad. En esa búsqueda ambos grupos confluyeron en la valoración de la Hispanidad. Por eso creemos que es un buen fundamento comenzar por aquella búsqueda y el subsiguiente hallazgo.

¿Qué supone para usted poder profundizar en estos autores?

Para mí, para el resto de los docentes como para los cursantes creo que el reencuentro con estos autores es el magnánimo ejercicio de recordar, o sea volver a pasar por el corazón esos textos y el pensamiento de los autores. Porque se trata de conceptos y conocimientos que son al mismo tiempo verdades entrañables, porque pertenecen a nuestra identidad, a lo que somos. Podemos acercarnos a ellas con una simple y sincera curiosidad intelectual pero difícilmente podamos permanecer en una actitud tan distante cuando todo lo que somos en el mundo, nuestro talante se encuentra impregnado de estas ideas y de este modo de ser.

¿Dónde pueden inscribirse y obtener información los interesados?

Para obtener información deben dirigirse a elevanargentina@gmail.com.

Es importante inscribirse para poder reservar la vacante. Desde la secretaría de ELEVAN responderán a todas las inquietudes y solucionaremos los inconvenientes planteados.

Por Javier Navascués

 

Tomado de: https://www.infocatolica.com/blog/caballeropilar.php/2503180447-andrea-greco-el-imperio-espan

 


domingo, 25 de mayo de 2025

Lord Strangford, Mariano Moreno y el rol de Gran Bretaña en la formación de la Junta de Mayo

 


Por: Pablo Yurman

 

A mediados de mayo de 1810 llegaba al puerto de Buenos Aires el buque inglés Misletoe, procedente de Europa. Traía noticias de la invasión francesa a España. Tal como muchos preveían, éstas daban cuenta de que había desaparecido toda autoridad metropolitana, lo que tenía incidencia fundamentalmente en los territorios ultramarinos del extenso pero ya decadente Imperio Español.

 

La imagen de la nave británica portadora de noticias que sonaban al “canto del cisne” de España sintetiza como pocas lo inédito de esa hora de la historia. Y también las múltiples confusiones a las que daría lugar la formación, el día 25, de la Primera Junta, expresión autónoma del gobierno del Virreinato, de carácter provisional y a la espera de la vuelta de Fernando VII (“prisionero” en un castillo en Francia) al trono.

Demás está señalar el interés británico por estas tierras. ¿Acaso no intentó Inglaterra dos invasiones al Río de la Plata en 1806 y 1807 que culminaron en rotundos fracasos militares? Hubo en carpeta una tercera (que se suponía la definitiva) al mando, nada menos, de Lord Arthur Wellesley. Pero la invasión francesa a España trastocó todos los planes y cambió las prioridades que ahora pasaban por lograr derrotar a Napoleón.

En dos ocasiones había intentado Inglaterra invadir el Río de La Plata. En el cuadro, la rendición de Beresford ante Liniers el 12 de agosto de 1806

Para no agregar más confusión conviene aclarar algunos puntos en el desarrollo de los acontecimientos de Mayo de 1810. La necesidad de formar una Junta que reemplazara al Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros fue consecuencia directa de la desaparición de toda autoridad legítima en España. En otras palabras, Inglaterra no digitó ese movimiento en las piezas del tablero mundial. Lo que no obsta afirmar que, dado que las circunstancias llevarían a la formación de un gobierno autónomo en Buenos Aires como capital virreinal, la diplomacia británica procuró entonces promover a dicha Junta a personas de su confianza, o que al menos mirasen con buenos ojos su informal tutela del nuevo gobierno.

Enrique Ruiz Guiñazú, canciller argentino durante los primeros años de la década de 1940, en su biografía del embajador británico, Lord Strangford y la Revolución de Mayo (Buenos Aires, 1937), ofrece elementos de análisis sumamente interesantes. Con acceso a documentos exclusivos, muchos de los cuales estaban en poder de los descendientes del famoso diplomático inglés, incluida una copiosa correspondencia entre Strangford y el gobierno inglés, interesa destacar que de la lectura de la obra surge con claridad que la intención del autor fue la de remarcar su rol protagónico, si no en los sucesos de Mayo de 1810, al menos en la conformación de parte de la Junta y en la sugerencia a ésta de los primeros pasos institucionales a adoptar.

La biografía de Lord Strangford, por Enrique Ruiz Guiñazú

Aclaremos algo crucial para entender a los protagonistas. Lord Percy Strangford fue designado en 1806 embajador británico ante la corte de Portugal. Fue quien en 1808 ante la invasión francesa organizó el escape de la familia real lusitana y su instalación en Río de Janeiro, Brasil, sitio al que él mismo se trasladó y donde continuaría a cargo de la embajada de su país. Desde allí habría de seguir con particular interés los sucesos en el Río de la Plata. Labor ahora facilitada por la cercanía geográfica con Buenos Aires.

Ruiz Guiñazú destaca que en Inglaterra “la opinión librecambista marchaba a pasos de gigante”. En los hechos, el libre cambio impulsado por esa nación urgía la apertura de mercados donde colocar sus productos industriales. Cerrada la Europa dominada por Francia a tal posibilidad, perdidas años antes las colonias de Norteamérica, que además impulsaban un firme proteccionismo económico, sólo quedaba el vasto espacio hispanoamericano. Por tanto, quizás el mercado que no pudo conquistarse por las armas podría ahora ganarse por los hilos de la diplomacia.

Acá es donde aparece la figura de quién será Secretario de la Primera Junta, Mariano Moreno, que en 1809 había escrito su Representación de los Hacendados, obra en la que defendía la apertura del puerto de Buenos Aires al ingreso de productos industriales extranjeros. En la época, no hacía falta agregar la procedencia de tales mercaderías manufacturadas, puesto que en su inmensa mayoría eran inglesas.

Mariano Moreno no tuvo actuación destacada ni en la Reconquista (1806) ni en la Defensa (1807) de Buenos Aires. Tampoco participó del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. Su designación en la Junta lo tomó por sorpresa

Pero interesa saber que Lord Strangford era un entusiasta del libro escrito por Moreno. Según Ruiz Guiñazú “En carta fechada en Río de Janeiro el 6 de febrero de 1810 se hace alusión a la obra, manifestando: ‘Las observaciones que ese documento contiene, y que descansan en los principios más liberales de economía política, ha producido, según se dice, un gran efecto en el ánimo del virrey español… Pero no me parece que hayan logrado inducirlo a separarse abiertamente del rígido sistema colonial español, de acuerdo con el cual se le ha ordenado proceder’…”

En rigor, más que “hacendados” y labriegos, quienes financiaron la obra de Moreno y le dieron difusión eran en su mayoría comerciantes británicos establecidos en Buenos Aires, a quienes interesaba particularmente constituirse en importadores habilitados de manufacturas británicas. Nuestro autor nombra algunos: Mackinnon, Crockett, Barton, Dowling, Dyson, Allsop, Ponsonby Staples y otros “cuyos nombres se han perpetuado en la sociedad argentina”.

Cabe destacar que Moreno, siendo porteño, no tuvo actuación destacada ni en la Reconquista (1806) ni en la Defensa (1807) de su ciudad. Tampoco participó, no obstante su condición de vecino, del famoso Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810 y fue tomado por sorpresa con su designación en la Junta de Gobierno.

El 28 de mayo, siendo ya Secretario, redactó el memorial que la Junta dirigiría a Strangford para lograr su reconocimiento por el gobierno inglés. Llamativo que fuera el mismo Moreno quien, meses después, se opusiera tenazmente a que se incorporaran al gobierno los representantes de los pueblos del Interior. Quizás no sea casualidad. Algunos de ellos venían con instrucciones de sus provincias para proponer un sistema económico proteccionista de las industrias locales, lo que significaba el cierre al menos parcial del puerto de Buenos Aires. Si eso acontecía, aquellos comerciantes deberían volver a la ilegal práctica del contrabando, lo que los alejaba socialmente de que sus apellidos “se perpetuaran en la sociedad argentina” según nuestro ex canciller.

La Representación de los Hacendados: el ensayo de Moreno que agradó a Lord Stanford

Agrega Ruiz Guiñazú que “con la Revolución, había cambiado el escenario y sus hombres; al rigorismo del Consulado se opondrían ahora las amplias vistas del Doctor Moreno, que habría de tener la fortuna de llevar a la práctica desde el gobierno, lo que aconsejara desde su bufete de abogado. Sus conocidas ideas, expresadas en la Representación de los Hacendados y Labradores darían la pauta para una nueva orientación.”

Curioso que las pautas para una nueva orientación económica generarían gran encono en los pueblos del interior, que no se beneficiaban ni con el contrabando ni con la apertura indiscriminada que inundaba de manufacturas inglesas que ahogaban las muchas artesanías y productos industriales locales.

Por ello es que el famoso enfrentamiento entre Moreno y el presidente de la Junta, Cornelio Saavedra, no obedecerá ni por asomo a cuestiones de temperamento o de carácter. La burda simplificación según la cual Saavedra por su genio apocado y conservador, chocaba con el fogoso y entusiasta joven abogado porteño esconde el enfrentamiento de fondo. Aquél representaba, bien o mal, los intereses provincianos proteccionistas en materia económica, mientras que Moreno, según lo analizado, en plena sintonía con el hábil embajador británico en Río de Janeiro, era vocero de los comerciantes del puerto, no de labriegos y hacendados de la vastedad de la pampa.

El 26 de agosto de 1810 moría fusilado en Córdoba, por instigación de Moreno, el héroe de la Reconquista y la Defensa de Buenos Aries, don Santiago de Liniers. Es de suponer la satisfacción de Lord Strangford al enterarse de la noticia.


martes, 25 de febrero de 2025

NOTAS SOBRE JUAN MANUEL DE ROSAS

 


Presentación

En el mes de julio del pasado 2012, dábamos a conocer el volumen tercero de nuestra obra: Los críticos del revisionismo histórico, publicación conjunta de la Universidad Católica de La Plata y del Instituto Bibliográfico Antonio Zinny, instituciones ambas por las que reiteramos nuestra gratitud.

Muchos años y muchas lecturas demandó aquel compendio, y un larguísimo recorrido por las escuelas historiográficas de sig-nos distintos, encontrados y rivales. Para estudiar al revisionismo y a sus críticos, lo dicho aquí y allá en torno de la figura del Restaurador, desfiló por nuestro escritorio del modo más exhaustivo que pudimos.

Si de tal afirmación no se sigue necesariamente elogio alguno para el fruto final de aquellos volúmenes, sí se ha de seguir en cambio una cierta habilitación para responder la pregunta que sigue: ¿hay algo nuevo que decir sobre Juan Manuel de Rosas?; o sin la connotación de la novedad, que no suele ser sinónimo de valía, ¿hay algo por decir que justifique dar a luz un nuevo libro, como el que aquí presentamos?

En principio parecería que no. No al menos desde el punto de vista informativo, documental, archivístico. Aunque repositorios hay que aguardan aún ser explorados con maestría, y aunque en pleno curso se encuentra un proyecto asombroso del Profesor Jorge Bodhziewicz, para que se conozcan ordenada y analítica-mente los impresos todos de la larga y gloriosa época de la Con-federación Argentina, en líneas generales podríamos decir, con un tecnicismo, que la heurística sustancial acerca de Juan Manuel de Rosas se halla cubierta.

Va de suyo que éste de la información no es un ámbito clauso, y que siempre habrá –como en el proverbial poema becqueriano– una mano inteligente que sepa arrancar notas afinadas a una arrumbada arpa. En tal sentido, insistimos, los papeles históricos de la patria pueden deparar más de un sorpresivo y útil hallazgo. Pero tambien es cierto que lo édito y publicado más se asemeja a una montaña de proporciones que a un modesto peñasco. Quien haya hecho el esfuerzo de escalarla, advertirá la dimensión de sus perfiles.

Algo distinta es la respuesta a la pregunta ya formulada, si nos apartamos del siempre legítimo y valioso territorio de la heurística, para instalarnos en las posesiones de la hermenéutica. Aquí, no solamente todo no está dicho sobre Rosas, sino que ur-ge volver a recordar verdades y razones, criterios rectos y perspectivas veraces; y si no sonara algo pretensioso, urge igualmente volver a refundar el revisionismo histórico argentino.

Porque la figura impar de Juan Manuel de Rosas no ha tenido toda la suerte historiográfica que su estatura merecía. Es verdad que liberales y marxistas –cada uno con sus subespecies entomológicas– han sido objeto de refutaciones, réplicas, desenmascaramientos y desmentidas por doquier. Y es verdad que a izquierdas y a derechas plumas siempre se le supo oponer algún pensador aquilatado que restituía el orden interpretativo. Queremos decir, para que no se nos confunda, un pensador con las bases intelectuales lo suficientemente sostenidas en la Filosofía Perenne.

Pero lo que hoy prevalece en la materia es el desorden y el caos, la amalgama turbia, la mezcolanza aviesa, el ideologismo tosco sumado a la militancia crapulosa. El rosismo, convertido en relato oficialista, y el relato oficialista devenido en conglomerado de náuseas, y éste a su vez propagando su hedor sin restricciones, por un poder que acumula malicias cuanto resta virtudes; el rosismo, decimos, es hoy una mueca indigna y falsa de lo que supo y quiso ser en sus orígenes. Se agrava el desbarajuste toda vez que por oponerse a este oficialismo asfixiante, pendolistas o políticos sin entrenamiento historiográfico alguno, y faltos de sólida cultura, dejan caer sus diatribas contra Rosas, sin advertir que están castigando, no al héroe en sí mismo, sino a la parodia en que lo han convertido los titulares del Régimen. Moralmente hablando, estamos obligados a formular condenaciones terminan-tes para los artífices de tanta falsedad acumulada.

No mejora el panorama la irrupción de ciertos intérpretes de la figura de Don Juan Manuel que, aunque en las antípodas intelectuales y morales de los bandos señalados, y por eso mismo dignos de ser considerados decentes, han decidido descalificar como traidores a todos aquellos personajes americanos que tomaron parte de la independencia de España. Casi siempre sin acepción de personas, ni de propósitos ni de circunstancias. Como si fuera lo mismo amar piadosamente a los padres y verse compelido a formar casa propia con idénticas raíces, que sacudir las sandalias en los umbrales del hogar solariego, movido por el odio y el desprecio. Como si idénticos fueran los casos de quienes llamaron independencia a abjurar de su matriz, y esos otros que 12defendieron con sangre limpia una autonomía que no les impedía cultivar el encepamiento hispano de tres siglos. Y como si después de doscientos años del doliente proceso de disolución del Imperio Hispano, cupiera mantener fresco un rencor, que acaso pudo alimentarse durante la contemporaneidad de los hechos, pero que a vistos y considerandos de lo acaecido en ambos continentes, más parece prudente mitigar que azuzar.

Entre varios fuegos entrecruzados, algún rescate precisa la figura ilustre del Caudillo de la Santa Federación. Y he aquí el sentido de las páginas que siguen: cooperar como podamos a esta necesaria acometida. Convertirnos en auxiliares de una tarea regeneradora pendiente, como quien alcanza el bruñidor, acerca el dorador o arrima los pinceles para que un antiguo y noble lienzo recupere su brillo.

Hemos dado en llamar “notas” a los capítulos que se suceden, porque la lengua castellana lo permite con propiedad. Hacer no-tas es señalar algo para que se conozca o se advierta; reparar y observar; apuntar brevemente ciertos tópicos a efectos de que no se olviden; y es además poner reparos a los escritos de terceros, reprender o censurar. Es sencillamente, incluso, escribir con responsabilidad. Otra cosa que notas no creemos que sean las páginas que aguardan.

Algunas de las mismas vieron la luz hace años en algunas re-vistas especializadas de restricta aunque calificada difusión. Les llegó la hora del remozamiento y de la ampliación y eso hicimos. Otras circularon en su momento de manera digital y estaban dispersas. Nos pareció oportuno reunirlas y pulirlas, y también eso hicimos. Las dos primeras, en cambio, que dan una impronta peculiar a este breve libro, aparecen aquí por primera vez.

Nos damos por satisfechos si, en su conjunto, pueden prestar ese servicio al que aludíamos. El de llevar algunas claridades a un ambiente cada vez más ennegrecido y opaco. Nos placería aún más –y la esperanza nos dicta este párrafo conclusivo– si motivados por el mismo espíritu que suscitó estas notas, una nueva generación, juvenilmente madura, se decidiera a refundar la escuela historiográfica revisionista. Para lo cual, entre otros dones, se necesitaría la clarividencia de Bernardo de Chartres, que se valió de la metáfora de los enanos subidos a los hombros de gigantes. Se necesitaría, en suma, ver más alto y más lejos y más diáfano, pero sin dejar de agradecer los hombros que nos han sostenido cuando todo era invisibilidad y negrura.

 

Antonio Caponnetto

Buenos Aires, enero del 2013

 


miércoles, 12 de febrero de 2025

3 de Febrero: La Batalla de Caseros y la traición a la Patria

 

Por: Felix Pavan

    ¿Rosas? para algunos, el gran defensor de la soberanía; para otros, el símbolo de un poder excesivo que debía terminar.
    El 3 de febrero los argentinos recordamos con dolor la Batalla de Caseros; un día oscuro y aciago en que la Patria fue entregada a los intereses del liberalismo, la masonería y las potencias extranjeras. Un día negro, en el que la Argentina fue forzada a abandonar su destino soberano, condenada a la desunión y a la dependencia, despojada de su identidad bajo el falso brillo del “progreso” impuesto por manos extranjeras.
    Fue la caída de Juan Manuel de Rosas, el gran defensor de la soberanía argentina y del federalismo, traicionado por aquellos que, en nombre de la “organización” y el “orden”, abrieron las puertas a la disolución nacional. Lo que se presentó como una nueva etapa para el país no fue más que el inicio de la entrega, la imposición de un modelo contrario a nuestras tradiciones y la sumisión a los intereses de los poderosos.
    Rosas, gobernante firme y católico, supo enfrentar las agresiones del imperialismo británico y francés, resistiendo el dominio extranjero y sosteniendo la Confederación Argentina sobre los principios de la religión, el orden y la justicia. Su política protegió a los pueblos, a la familia y a la tradición, enfrentando a los principios de la Revolución, sostenidos por el unitarismo.
    Caseros no fue una victoria del pueblo argentino, sino la consumación de una traición. Justo José de Urquiza, cegado por la ambición y seducido por los intereses del liberalismo, se alió con el Imperio del Brasil y con los enemigos históricos de la Patria, traicionando el sagrado juramento de defender la soberanía. Con su felonía, derrocó al Restaurador de las Leyes, y con él, al último bastión que resistía la injerencia extranjera y el dominio de las potencias imperiales.
    Lo que siguió fue el despojo. La Argentina, sin el orden providencial que Rosas había establecido, perdió su rumbo, entregada a la oligarquía porteña, a los mercaderes del poder y a los agentes de la disolución nacional. El modelo liberal impuesto no trajo libertad ni grandeza, sino el saqueo de las riquezas nacionales, la descomposición del orden social cristiano y la persecución de los valores tradicionales que habían sido el alma de la Confederación.
    Desde entonces, la Nación ha vagado entre falsas promesas y entregas sucesivas, alejándose de su misión providencial. Pero la historia no se ha cerrado, y la memoria de los pueblos no se borra. Aún es tiempo de volver a levantar las banderas de Dios, Patria y Federación, para restaurar la Argentina verdadera.
    Hoy, más de 170 años después, el recuerdo de Caseros nos llama a la reflexión y al compromiso con los principios que Rosas defendió: Dios, Patria y Federación. La Argentina necesita recuperar su identidad católica, su soberanía y su auténtico federalismo, volviendo a las raíces que hicieron grande a nuestra nación.
    Que Nuestra Señora de Luján, Patrona de la Patria, interceda para que Argentina retome el camino de Dios, la verdad y la justicia.

miércoles, 1 de enero de 2025

El armisticio del 20 de octubre de 1811

 

Por: Edgardo Atilio Moreno

El tratado de paz que el Primer Triunvirato firmó con el virrey Elio es un hecho poco tenido en cuenta en nuestra historiografía, sin embargo su relevancia es de tal magnitud que el historiador José María Rosa, dice que con su firma “había concluido la Revolución empezada en Mayo de 1810”.[1]

En efecto, la Revolución de Mayo se había hecho con el propósito de dar a los americanos un gobierno propio; autónomo, fiel al monarca ausente, pero no sujeto al ilegitimo Consejo de Regencia que armaron los ingleses en Cádiz. Sin embargo, este tratado vino a reconocer la autoridad de dicho virrey, concediéndole por ende legitimidad al Consejo peninsular que lo había designado.

Antecedentes, el Convenio preliminar de la Junta Grande.

Este armisticio, firmado el 20 de octubre de 1811, no  es un hecho completamente insólito y disruptivo, sino que reconoce un antecedente directo e inmediato en el Convenio  Preliminar de similar tenor, que el gobierno anterior, de la Junta Grande, firmó tan solo un mes antes.

Cabe recordar que dicha Junta, que se había formado con la incorporación de los diputados de las provincias y contaba con el apoyo de los saavedristas, llegó al gobierno resuelta a poner coto al absorbente centralismo de Buenos Aires y a las practicas jacobinas del morenismo; pero manteniendo por supuesto el fidelismo a Fernando VII. Sin embargo, el bloqueo al puerto de Buenos Aires, ordenado por Elio, y el temor a una invasión de los partidarios del Consejo de la Regencia, llevó a la Junta Grande a dictar un decreto por el cual se expulsaba de la ciudad a todos los españoles solteros.

Esta drástica medida –como dice Ernesto Palacio- causó gran conmoción en la población de Buenos Aires; por lo que el Cabildo “se vio obligado a solicitar su revocación[2]. Incluso los morenistas, que en el pasado impulsaron medidas más crueles, maquiavélicamente, se sumaron a las protestas.

La marcha atrás dada por la Junta (que revocó el decreto) cayó mal a los saavedristas que, alarmados por el avance del morenismo, organizaron una poblada encabezada por el alcalde de barrio Tomas Grigera (conocida como la grigerada o la revolución de los orilleros), durante los días 5 y 6 de abril, la cual logró la incorporación del Dr Joaquin Campana a la Junta Grande; aunque su propósito de colocar a Saavedra en el gobierno se vio frustrado por que este no aceptó el mando.

No obstante ello, la crisis no se resolvió. El día 20 de julio llegó la noticia de la derrota de Huaqui, y el gobierno entró en pánico.

En agosto llegó de Rio de Janeiro Sarratea con la recomendación de Lord Strangford de arreglar con Elio, reconocer su jurisdicción en la Banda Oriental  y enviar diputados a las Cortes de Cádiz. Campana quiso oponerse a ello pero el Cabildo presionó a favor del acuerdo; y el 1 de septiembre se firmó un tratado preliminar de paz, en esos términos, el cual no fue ratificado pues los portugueses (que habían sido llamados en ayuda por Elio) continuaron con su avance en la Banda Oriental y Artigas continuo con el sitio a Montevideo.  

Toda esta situación desprestigió completamente a la Junta Grande y provocó su caída y la conformación del Primer Triunvirato, conformado por Chiclana, Paso y Sarratea; con Rivadavia como secretario.

El Primer Triunvirato

Ernesto Palacio dice que el primer Triunvirato no fue una reacción liberal contra la política conservadora de la Junta Grande, sino que fue simplemente la reacción del localismo porteño contra el predominio provinciano en la Junta, y que por ende continuo con la línea de “timidez y vacilaciones” de sus antecesores. Es decir, no tenía intención alguna de forzar una declaración de independencia.

Asi mismo, José María Rosa, afirma que este órgano triparto se creó simplemente para terminar con las contemplaciones con Artigas y arreglar de una buena vez con Elio.

De ahí entonces que una de sus primeras medidas fue la de seguir adelante con las tratativas iniciadas por la Junta Grande con los regencistas. Para ello se le ordenó a Rondeau levantar el sitio a Montevideo. Cumplido esto quedó expedito el camino para firmar el Armisticio, cosa que se hizo el día 20 de octubre de 1811.  

Lo novedoso (y que causó malestar) de este tratado no fueron las habituales declaraciones de reconocimiento y fidelidad a Fernando VII, las cuales eran de rigor en todos los documentos oficiales emanados desde la Revolución de Mayo, tanto en los de la Primera Junta como en los de la Junta Grande y del Triunvirato; sino el reconocimiento que se hacía a Elio y a las ilegitimas autoridades del Consejo de Regencia.

En efecto, en las clausulas 4 y 5 se establecía que Buenos Aires mandaría delegados a Cádiz para explicar las causas que han obligado a suspender el envió de sus diputados. Asi mismo por las clausulas 6 y 7, se disponía que “las tropas de Buenos Aires desocuparan la Banda Oriental del Rio de la Plata hasta el Uruguay, sin que en toda ella se reconozca otra autoridad que la del Excelentisimo señor Virrey”.

Por su parte Elio se comprometía a cesar con el bloqueo y a gestionar el retiro a sus fronteras de las tropas portuguesas que él mismo imprudentemente había convocado, alimentando las ansias expansionistas de estos.

José María Rosa explica que este tratado disgustó a casi todos especialmente “al gobierno de Rio de Janeiro porque Elio, después de haber llamado en su auxilio al ejercito de Souza, no había consultado con este los términos de su paz”, y por supuesto a Artigas, que acaudillaba a los orientales. Solo plació –continua Pepe Rosa- “a Strangford, a Elio y a la gente principal de Buenos Aires[3].

La reacción de Artigas ante el arreglo fue contundente. Acusó a Buenos Aires de abandonar a la Banda Oriental a su opresor antiguo y consideró que el tratado era una capitulación deshonrosa. En una clara desobediencia a lo acordado y dispuesto a continuar la lucha, dirigió una emigración masiva de orientales, que se dio a llamar “la redota”, hasta Concordia, Entre Ríos.

De todos modos, el acuerdo con los regencistas duro poco. Las tropas portuguesas no solo no se retiraron de la Banda Oriental, sino que además hostigaron a los hombres de Artigas en su éxodo. El Triunvirato se quejó de esto ante Vigodet (que había reemplazado a Elio) pero este hizo oídos sordos y reanudó las hostilidades atacando con sus barcos por el rio Paraná.

El gobierno ordenó entonces a Belgrano fortalecer la ribera del rio en Rosario. Allí instaló dos baterías y le propuso al Triunvirato la adopción de una escarapela celeste y blanca que sus soldados usarían en el uniforme. La propuesta fue aceptada, lo cual entusiasmo a Belgrano quien pensó que este gesto era un paso a una declaración de independencia; por lo que inmediatamente, el día 27 de febrero de 1812, enarboló por primera vez una bandera nacional con los mismos colores. El gobierno desaprobó lo hecho; le ordenó guardar la bandera y le mandó la roja y gualda. 

La iniciativa independentista de Belgrano disgustó al Triunvirato, especialmente a su secretario Rivadavia.  Por ello mismo, fueron reprimidas también las actividades de la Sociedad Patriotica en Buenos Aires. Dice José Maria Rosa al respecto: "El morenismo de la Sociedad Patriotica no era simpático a Rivadavia, pero no era motivo suficiente para clausurar la entidad. Otra cosa fue empezar los recitados sobre la independencia en febrero y que la Sociedad hiciese campaña para la pronta convocatoria de la Asamblea General a fin de conseguir un pronunciamiento igual al de Caracas (la independencia). Rivadavia entendió que uno y otro eran propósitos sediciosos... ordenó patrullar las calles y vigilar las reuniones de la Sociedad Patriotica... La Sociedad dejo de reunirse y Montegudo fue separado de la Gaceta..."

De lo rápidamente relatado hasta aquí podemos concluir que este Armisticio manifiesta la existencia –aun en 1811- de un núcleo o sector de la clase dirigente porteña que no tenia ningún apuro en declarar la independencia, y que estaba  dispuesto a aceptar en cierta medida el orden anterior a la Revolución –como dice Federico Ibarguren- reconciliándose con los antiguos beneficiarios de él. Tendencia que, ante las múltiples dificultades atravesadas (a lo que se le debe sumar la presión de Inglaterra), llegó al extremo indecoroso de ceder en los ideales autonomistas de Mayo, aceptando a unas autoridades que antes -con todo derecho- se impugnaban.

Por otro lado también es evidente que la  imprudencia, la soberbia y la belicosidad de los funcionarios regencistas, que malograron este acuerdo y que buscaron la guerra a toda costa, hizo que muchos patriotas comenzaran a pensar en la posibilidad de la independencia (entre ellos algunos como  Belgrano) que hasta poco antes se habían manifestado fieles partidarios del monarca ausente[4].

Por ello, no es casualidad que justamente por ese entonces, en la segunda mitad de 1811, recién se puedan encontrar los primeros documentos privados (cartas) en los que algunos patriotas mencionan la palabra o la idea de independencia; como lo afirma Enrique Diaz Araujo en su monumental obra Mayo revisado.

A todo esto, aún quedarían por delante cinco años más de penosa guerra civil para que finalmente este rincón sureño del ya extinto imperio hispano católico se declarara independiente.

 

                                                                                                    

Bibliografia:

Palacio, Ernesto. Historia de la Argentina. Ed Abeledo Perrot. Bs As 1999.

Rosa, José María. Historia Argentina. T.2. Ed. Juan Granda. Bs As 1967.

Diaz Araujo, Enrique. Mayo revisado, tomo 1. Editorial Ucalp. 2010.

Ibarguren, Federico. Así fue Mayo. Ed. Theoria. Bs As. 1998

 



[1] Rosa, José María. Historia Argentina, Ed. Juan Granda. Bs As 1967, tomo 2, pag. 339

[2] Palacio, Ernesto. Historia de la Argentina, Ed Abeledo Perrot. Bs As 1999; pag 172.

[3] Rosa, Jose Maria. Ob. cit., pag. 341.

[4] En su campaña al Paraguay, Belgrano arengaba a sus hombres a luchar por el Rey;  y en marzo de 1811, en la batalla de Tacuary, rodeado por fuerzas superiores, e intimado a rendirse, contestó desafiante: “Las armas del Rey no se rinden, venga Vuestra Merced, a tomarlas”.